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El discreto retorno de la rigidez laboral

España - 
Federico Durán López, 'of counsel' del Departamento Laboral de Garrigues

Una reciente sentencia del Tribunal Supremo en relación con los contratos temporales vinculados a una contrata representa una vuelta de tuerca más, en este caso desde la doctrina judicial, en el camino hacia una mayor rigidez de las relaciones laborales.

Vivimos, desde hace algún tiempo, en una sutil evolución de nuestras relaciones laborales que se desplazan poco a poco, en muchas ocasiones inadvertidamente, hacia los viejos esquemas de la rigidez. Al margen de las bravatas que anuncian insistentemente la derogación de la reforma laboral, se ha conseguido crear un clima de opinión contrario a las posibilidades de adaptación empresarial, en lo referente, sobre todo, a la modificación de condiciones de trabajo y al ajuste del volumen de la plantilla, que ha determinado un cambio significativo tanto en la actuación administrativa como en la labor judicial de interpretación y aplicación del derecho.

Entendámonos. No es que nuestras relaciones laborales viviesen gobernadas por los principios de la flexibilidad. La tímida liberalización, intentada mediante la introducción de flexibilidad en su gestión, distaba mucho de haber provocado un cambio sustancial en el panorama jurídico laboral. Pero, a pesar de ello, la normativa flexibilizadora, sobre todo la derivada de la reforma  de 2012, que ha sido ciertamente sobrevalorada tanto por sus detractores (ni es el origen de la precariedad laboral ni procede en modo alguno a la desregulación de las relaciones laborales) como por sus partidarios (dista mucho de haber provocado un cambio sustancial en la gestión laboral de las empresas), se enfrenta a un proceso continuo de erosión, en el que el retorno a la rigidez laboral es el objetivo.

Todo ello se aprecia, en primer lugar, en la actitud sindical. En los procesos de reajuste empresarial, sobre todo, pero no exclusivamente, en los referidos al ajuste del volumen del empleo, la radicalización de las posturas sindicales es evidente. La negativa a aceptar una decisión empresarial de reducción del número de puestos de trabajo es cada vez más frecuente. Negativa cerrada y radical por cuanto parece fundarse en el planteamiento de que ninguna vicisitud por la que pueda pasar la empresa justificaría la supresión de puestos de trabajo.

Junto a esta actitud sindical, que se manifiesta también en el ámbito de la modificación de las condiciones de trabajo (son significativas las demandas sindicales contra las medidas de adaptación adoptadas por las empresas al hilo de la pandemia), el avance de la rigidez ha venido siendo protagonizado tanto por las normas legales y las prácticas administrativas como por la doctrina judicial. La actitud beligerante de las administraciones públicas (con independencia del color político del correspondiente gobierno) viene siendo cada vez más llamativa. Hemos asistido a procesos de reajuste empresarial en los que la Administración, lejos de la neutralidad y del estricto sometimiento al derecho que debe inspirar su actuación, ha ejercido de coadyuvante de las cerradas posturas sindicales, desarrollando incluso actuaciones claramente orientadas a sostener las eventuales pretensiones sindicales de nulidad de las decisiones empresariales que, pese a las presiones, hubieran podido adoptarse.

Pero el papel de la doctrina judicial en esta deriva, no por más desapercibido, es menor. La inicial aceptación por los tribunales de los planteamientos de mayor flexibilidad queridos (aunque no siempre bien plasmados) por el legislador de 2012, ha ido dando paso, poco a poco, a un discreto retorno a las pautas interpretativas del pasado, cuando no a nuevos esquemas interpretativos mortificadores de la libertad de empresa y de la capacidad de adaptación a un mercado cada vez más cambiante y competitivo.

En esa línea, la vuelta de tuerca que representa la reciente sentencia del Tribunal Supremo (TS) 1137/2020, de 29 de diciembre, es muy significativa. La sentencia corrige la doctrina precedente y cierra en gran medida las posibilidades de contratación temporal (por obra o servicio) justificadas por la contratación mercantil de la empleadora con otra empresa. Hasta ahora, una contrata para prestar determinados servicios a otra empresa (servicios, lógicamente, temporales) permitía la celebración de contratos temporales con los trabajadores que iban a resultar adscritos a dicha contrata. Contrata que no cabe realizar arbitrariamente sino que ha de cumplir, para su licitud, con determinados requisitos, como recuerda el propio tribunal. Y que no es incompatible, cosa que olvida el TS, con la protección de la estabilidad del empleo de los trabajadores, que se persigue a través de los mecanismos de subrogación de la mano de obra convencional o contractualmente establecidos, cuando se produce el cambio de empresa contratista.

Desde el punto de vista de una razonable organización del trabajo, que una empresa delimite algunas actividades de su proceso productivo que, por razones de especialización u otras, se encomienden a una tercera empresa, parece en principio inobjetable. Como inobjetable debe ser la contratación temporal de los trabajadores para prestar servicios en una contrata también temporal. Es cierto que pueden producirse excesos y abusos, pero el ordenamiento jurídico tiene instrumentos para corregirlos. En la sentencia que comentamos, el TS, en atención a las circunstancias concurrentes, podría haberse limitado a apreciar la existencia de un despido improcedente: como dice la sentencia “debe rechazarse que estemos ante una relación laboral de carácter temporal en base a la desnaturalización de la causa”. Con ese pronunciamiento hubiera bastado para la resolución del caso concreto (máxime teniendo en cuenta el cambio normativo que supuso la modificación del artículo 15.1.a del Estatuto de los Trabajadores, que haría hoy inviable un supuesto de hecho como el analizado por la sentencia). Pero, y esto es lo grave, se siente obligado a ir más allá y a poner en cuestión la posibilidad de contratación temporal en estos casos: “debemos plantearnos la propia licitud de acudir a este tipo de contrato temporal cuando la actividad de la empresa no es otra que la de prestar servicios para terceros y, por consiguiente, desarrolla las relaciones mercantiles con los destinatarios de tales servicios a través de los oportunos contratos en cada caso”. Si la empresa principal, se dice, no podría contratar temporalmente a trabajadores para las actividades contratadas, el mero hecho de recurrir a la contratación externa de las mismas no puede justificar la temporalidad de los contratos.

En el fondo, se está poniendo, de nuevo sutilmente, en cuestión la licitud de la subcontratación. Con una confusa apelación a datos estadísticos de temporalidad en nuestro mercado de trabajo (que puede y debe tener en cuenta el legislador pero que no se ve qué papel han de jugar en la interpretación y aplicación judicial del derecho) y a los “principios” de la Directiva comunitaria sobre trabajo de duración determinada, que no es norma, y menos en sus “considerandos”, de directa aplicación), el tribunal afirma que “no es posible continuar aceptando ni la autonomía ni la sustantividad porque el objeto de la contrata es, precisamente, la actividad ordinaria, regular y básica de la empresa”. “Quienes ofrecen servicios a terceros desarrollan su actividad esencial a través de la contratación con estos y, por tanto, resulta ilógico sostener que el grueso de aquella actividad tiene el carácter excepcional al que el contrato para obra o servicio busca atender”. Repárese en que el argumento del tribunal podría fundar, igualmente, la exigencia de contratación indefinida por parte de las empresas de trabajo temporal (que puede ser una opción legislativa, pero en un marco regulador obviamente distinto y adaptado a ello).

El TS reconoce (menos mal) la variabilidad de la demanda y de las circunstancias empresariales, pero esas variaciones no pueden afrontarse, dice, poniendo en cuestión el papel fundamental del contrato indefinido, sino recurriendo a otros elementos para hacer frente a los cambios: el tiempo parcial y los contratos fijos discontinuos, que no se ve qué papel pueden jugar en caso de pérdida de la contrata (y defender la contratación con la modalidad de fijos discontinuos de los trabajadores de la empresa contratista, con suspensión del contrato de trabajo, hay que suponer, en casos de pérdida de la contrata y hasta que se consiga otra nueva, exigiría una modificación no menor del marco jurídico correspondiente) y la posibilidad de ajuste del volumen de la mano de obra, lo cual vista la deriva judicial reciente en el tratamiento de los despidos colectivos no deja de ser un sarcasmo. Una reforma legislativa que consagrase la automaticidad de las extinciones de los contratos de trabajo, por causas objetivas, en supuestos de finalización de la contrata (sin posibilidad de subrogación de los trabajadores), encarecería la contratación, pero al menos daría seguridad jurídica. Seguridad que, visto lo visto, no aporta el mero recordatorio del tribunal de que ha admitido la posibilidad de acudir a extinciones objetivas derivadas de la pérdida de la contrata. Por eso, este tipo de cambios deberían ser obra del legislador, y en el marco de una reforma que tenga en cuenta todas las variables.

Avanzamos de nuevo hacia la rigidez laboral. Y, al parecer, de nuevo hacia una limitación sustancial de la libertad de empresa.