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Infodemia y libertad

España -   | ABC
Artículo de Bosco Cámara, socio del Departamento de Litigación y Arbitraje de Garrigues en Sevilla.

EUROPA decidió no legislar sobre las fake news hace ahora dos años. En su Informe no vinculante de abril de 2018, la Comisión Europea señaló que, en la guerra de las fake news, era preferible invertir en la educación de los ciudadanos, la autorregulación de los medios y en los incentivos a la prensa, que establecer prohibiciones de cualquier clase.

A comienzos de 2020, un grupo de investigadores analizó los más de 120 millones de tweets publicados sobre el Covid-19 desde el inicio de la crisis. Su objetivo era detectar el nivel de infodemia (información falsa sobre el virus) que se cernía sobre cada país, con el fin de alertar sobre el grado de desinformación que iba a padecer.

En el desarrollo de su trabajo, estos expertos detectaron un patrón interesante: cuando la amenaza del virus se acercaba a cada país, el nivel de difusión de informaciones no fiables descendía. Dada la importancia de la materia, los ciudadanos comenzaron a no difundir cualquier información, sino que acudían a fuentes fiables. Dicho de otro modo, el propio sistema se autorreguló, en caso de necesidad. Solo es necesaria más formación y responsabilidad, como había predicho la Comisión.

La semana pasada el CIS publicó los resultados de una encuesta realizada en España en la que se preguntaba a los ciudadanos si estaban de acuerdo en prohibir la difusión de bulos e informaciones engañosas y poco fundamentadas por las redes y los medios de comunicación y en remitir toda la información sobre la pandemia a fuentes oficiales.

Un elevado porcentaje (70%) de encuestados respondió ser partidario de controlar la información y se mostró favorable a la existencia de una sola fuente oficial, mientras que el otro 30% afirmó que no debían existir prohibiciones a los medios de comunicación. El resultado de la encuesta podría parecer sorprendente. Pero es que la formulación de la pregunta resulta también cuestionable.

Nadie niega que las fake news se han convertido en un peligroso enemigo de las sociedades democráticas. Han sido utilizadas para influir en procesos electorales, para manipular precios de compra o de venta de empresas cotizadas y, en algunos casos, su empleo ha desembocado en sofisticados procesos de investigación, tanto en Europa como en Estados Unidos. Sin embargo, sugerir bajo la excusa de una situación de crisis sanitaria, que se puede limitar la libertad de información, es decir, el derecho de difundir y recibir información veraz sobre cualquier hecho de interés general resulta muy arriesgado. Un medio de comunicación puede y debe —en el desarrollo de la función conformadora de la opinión pública que nuestro Tribunal Constitucional le atribuye— llevar a cabo una búsqueda diligente de la verdad, acudiendo para ello a fuentes «fiables», no «oficiales». 

Y en el empleo de su diligencia profesional, siempre estará sujeto al control de los Tribunales. Sustituir el término fuente «fiable» por fuente «oficial» implica atribuir a un determinado poder el monopolio de la verdad y privar a los Tribunales del control de legalidad en el ejercicio de este derecho-deber de información.

Hoy día todas las redes sociales cuentan con herramientas que permiten señalar una noticia como falsa. También existen empresas denominadas fact-checkers o verificadoras de hechos que contrastan el contenido de las noticias y permiten identificar si la información es fiable o no.

Estas herramientas se usan por muchos ciudadanos —mucho menos, eso sí, de lo deseable— y por los medios de comunicación social, unos medios que ha llevado a cabo un esfuerzo titánico por adaptarse a un entorno nada favorable en el que, por desgracia, se ha valorado más la información «actualizada» que «contrastada».

No cabe duda que la propagación de noticias falsas para manipular decisiones o para influir en la opinión pública es una práctica que no va a desaparecer de la noche a la mañana. Pero precisamente porque se trata de una cuestión compleja, que amenaza la esencia de nuestra libertad, no puede ser resuelta con atajos, por mucho que sean provisionales.

Afirmar que, ante una proliferación de noticias falsas, cabe acudir a una «verdad oficial», equivaldría a defender que, ante un elevado índice de delincuencia, es preferible que no existan abogados. Este es, a mi juicio, el momento de agradecer a los medios de comunicación su papel trascendental en nuestro sistema democrático.

Formar bien a los ciudadanos, despertar su conciencia cívica, poner a su disposición instrumentos ágiles que permitan denunciar falsedades y, por supuesto, asegurar la pervivencia de los medios —uno de los colectivos, quizá, más olvidados durante la crisis sanitaria— serían una magnífica herencia a todo lo vivido durante estos meses. Entre el miedo y la esperanza, debemos apostar siempre por la esperanza. Porque presupone la existencia de una solución mejor. Aunque sea mucho más difícil.