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Estatutos de sociedad familiar: tres cuestiones clave

España - 
José María Muñoz Paredes, catedrático de Derecho Mercantil y socio de Garrigues

 

La transmisión de participaciones, la política de dividendos o la posibilidad de acudir al arbitraje en caso de conflicto son aspectos esenciales a tener en cuenta a la hora de elaborar los estatutos de una sociedad familiar.

Es llamativo el poco valor que se da por lo general en España a los estatutos sociales al fundar una sociedad. Cualquier otro contrato merece mucha más atención: se encomienda su redacción o revisión a un abogado, y es objeto de lecturas y discusiones más o menos intensas, según su importancia. 

Los estatutos, sin embargo, forman parte de esos documentos que, en muchos casos, no se leen pese a que, salvo contadas excepciones, tienen una vida útil muy superior a la de cualquier otro contrato, pues son, probablemente, el único que suscribimos con vocación de durar indefinidamente, o al menos eso es lo que se manifiesta en la escritura fundacional.  Parece que el hecho de firmarlos ante notario diera ya garantía de su corrección, como si la fe pública tuviera la capacidad también de adaptarlos a nuestras necesidades. 

Los estatutos sociales son, en efecto y sin duda, uno de los contratos en los que con mayor frecuencia se acude a un formulario, como si hubiera dos sociedades iguales, hasta el punto de que el propio Ministerio de Justicia aprobó un modelo para la constitución de las llamadas sociedades exprés.  

Es claro que para fundar una sociedad unipersonal o para crear una filial dentro de un grupo podríamos acudir a un modelo poco elaborado, adaptándolo en dos o tres puntos básicos.  En los demás casos, cuando hay presencia de varios socios, sea cual sea su vinculación, merece la pena dedicar un tiempo a la elaboración de los estatutos, para que se adapten a esa sociedad.  Y si no se hizo en el momento de la constitución, estamos a tiempo de corregirlo, siempre que no hayan aparecido ya problemas.  Y es que las carencias de la regulación social afloran siempre: puede ser antes o después, en mayor o menor intensidad, pero afloran, porque no hay sociedad auténtica (es decir, con varios socios), que en uno u otro momento de su vida no padezca conflictos internos.  Tal afirmación, cuando hablamos de sociedades familiares, adquiere un mayor grado de certidumbre.
No es mi propósito exponer aquí cómo deberían ser los estatutos de una sociedad familiar, pues con ello caería además en el error que denuncio: considerar que todas las sociedades familiares son iguales.  Voy a limitarle a valorar tres puntos que no suelen estar adecuadamente resueltos en muchas sociedades familiares y que, más tarde o más temprano, generan conflictos. 

1. Transmisión de participaciones

Uno de los puntos comunes en los estatutos de sociedades limitadas es remitir el régimen de transmisión de participaciones sociales a lo previsto en la ley.  Suele ser una remisión en bloque, que abarca tanto a las transmisiones inter vivos voluntarias como las forzosas, y también las mortis causa.

El inconveniente que tiene esa remisión estriba en que el régimen legal deja mucho que desear, en especial en el caso más frecuente, que es el de transmisiones voluntarias por actos inter vivos.  El artículo 107 del Texto Refundido de la Ley de Sociedades de Capital contempla un trámite complejo, que exige, por ejemplo, previa oferta de tercero, acuerdo de la junta general o comunicaciones por vía notarial.  Pero, al margen de otras carencias, su mayor defecto estriba en el sistema de determinación del precio, que se puede prestar a abusos no fácilmente combatibles. 

La ley establece, en efecto, ante la intención de un socio de vender a un tercero, un derecho de tanteo del resto de los socios o de la sociedad y, en cuanto a sus condiciones, señala que “el precio de las participaciones, la forma de pago y las demás condiciones de la operación, serán las convenidas y comunicadas a la sociedad por el socio transmitente”.  En suma, es un tanteo puro, en los mismos términos ofertados por el interesado en adquirir, lo cual parece justo, pero como decía puede generar abusos a través de ofertas infladas por terceros que se prestan a ello, poniendo en riesgo la propia continuidad de la sociedad. 

El interés individual de los socios (maximizar el valor de su participación), especialmente en una sociedad familiar, no puede ser el único a tomar en cuenta en el momento de su salida.  Por eso resulta a mi juicio mucho más conveniente pactar un régimen similar al previsto en el mismo artículo para las transmisiones onerosas a título distinto de compraventa o a título gratuito, en las que “el precio de adquisición será el fijado de común acuerdo por las partes y, en su defecto, el valor razonable de las participaciones el día en que se hubiera comunicado a la sociedad el propósito de transmitir. Se entenderá por valor razonable el que determine un experto independiente, distinto al auditor de la sociedad”. En esa línea van también los estatutos de muchas sociedades anónimas cerradas.

No obstante, el complemento indispensable para que cualquier cláusula de transmisión de participaciones dé el resultado esperado, es acordar previamente el precio o el método para calcularlo y por quién.  El que en los estatutos se establezca que el precio será el acordado por las partes, no quiere decir que haya de serlo en ese momento, sino que puede haberlo sido previamente, en un pacto ad hoc o en uno más amplio, como puede ser un protocolo. Y eso suele ser lo más beneficioso para todos, aunque al tiempo de pactarlo no sepan si van a ser compradores o vendedores.

La conveniencia del pacto no sería tanta si resultase sencillo determinar el valor razonable de unas acciones o participaciones.  Los tres métodos de cálculo que se indican en la Norma Técnica del Instituto de Contabilidad y Auditoría de Cuentas, que regula esos informes cuando los emiten auditores de cuentas, ni son los únicos, ni se pueden aplicar por igual, ni dan siempre resultados compartibles, además de no tener en cuenta otras variables, como puede ser el carácter minoritario o no de un paquete de participaciones.

Por ello, establecer el cómo es relevante, aunque también lo es el quién: un auditor de cuentas designado por el Registro Mercantil del domicilio al azar es probable que no sea  la persona más adecuada para fijar el precio a ojos de los interesados en vender o en comprar.  Todo eso puede solventarse en un pacto sobre el valor de las participaciones en caso de transmisión.  Con ello no siempre se evitan las sorpresas, pero sí se reducen los conflictos.

2. Política de dividendos

La política de retribución a los socios apenas aparece en los estatutos de sociedades de la clase que sea, pero ello no significa que no se le haya prestado atención, pues en ella radica muchas veces el mantenimiento de la paz social.  Su ausencia responde más a una mezcla de falta de costumbre –nunca ha sido habitual su inclusión estatutaria- y de temor al compromiso.  Esto tiene ahora que cambiar.

La irrupción del artículo 348bis  obligó ya a tomar en consideración en muchas sociedades familiares una política de dividendos, aunque su rigidez impedía adaptarlo a las necesidades de cada caso.  Bajo su texto original, las sociedades se veían obligadas a repartir un dividendo mínimo que, dejando ya de lado las dudas interpretativas que generaba, se elevaba a la tercera parte de los beneficios propios de la explotación que fueran legalmente repartibles. Y si no lo hacían, pese a la solicitud de algunos socios, les abrían la puerta de salida al operar el derecho de separación –de nuevo por el valor razonable- con lo que eso podía suponer.

La nueva redacción de ese artículo a través de la Ley 11/2008, de 28 de diciembre, en vigor ya para las juntas ordinarias de 2019, mejora la anterior siendo su principal activo la admisión del pacto estatutario en contra.  Es decir, solamente se aplica si los estatutos sociales no disponen otra cosa.  Y esto es lo que obliga a reaccionar, porque esa modificación, de resultar conveniente, debe hacerse por unanimidad (salvo que se otorgue a su vez a los disidentes el derecho a separarse de la sociedad) y, por tanto, antes de que surjan diferencias entre los socios que llevarían ineludiblemente a aplicar el régimen legal recientemente aprobado.

Los pactos posibles son tantos como quepa imaginar: desde el más radical de eliminar ese derecho de separación, hasta variar el porcentaje de dividendo mínimo o fijar unas condiciones adicionales (mínimo de fondos propios, de tesorería, etc.) que doten de mayor tranquilidad financiera a la empresa. También se pueden computar otras percepciones que la ley no toma en cuenta, como las reducciones con devolución de aportaciones, pese a que normalmente sirven para retribuir a los socios.

Sea como fuere, es importante valorar si conviene someterse sin más al régimen legal, o modificar los estatutos sociales estableciendo otro pacto y todo ello aunque no haya en este momento socios minoritarios o disidentes.  

3. Arbitraje

Como es sabido, aunque a veces haga falta recordarlo, el arbitraje ha sido históricamente el modo habitual de resolver los litigios societarios, tanto que bajo nuestro primer Código de Comercio, la inclusión de una cláusula arbitral en los estatutos era obligada.  Cuando, años después, el arbitraje dejó de ser forzoso, siguió no obstante manteniendo su difusión, y en la segunda mitad del siglo pasado era regla general encontrar esa cláusula como colofón de los estatutos de sociedades mercantiles familiares o cerradas.

Ciertas vicisitudes –en particular la posición doctrinal contraria a la posibilidad de someter a arbitraje los procesos de impugnación de acuerdos sociales, que pronto hizo suya el Tribunal Supremo y que estuvo vigente hasta 1998- hicieron que la cláusula arbitral perdiera terreno y que en los últimos años sea, al menos en mi experiencia, una opción minoritaria, pese al reconocimiento legal del que goza desde 2011, fecha en la que se incluyó en la Ley de Arbitraje una referencia expresa a la posibilidad de someter a arbitraje cualquier conflicto societario, facilitando además la introducción de la cláusula arbitral por mayoría de dos tercios de los votos, frente a la unanimidad que hasta entonces  exigía la mejor doctrina.

Sean cuales fueran las razones de ese ocaso, lo cierto es que las ventajas que hicieron que ese medio (hoy) alternativo de resolución de conflictos fuera el preferido para solventar los societarios, siguen plenamente vigentes, y cobran especial virtualidad en el ámbito de la empresa familiar.  Dos de ellas son especialmente valiosas desde mi punto de vista.

La primera y más relevante es el tiempo. Todo conflicto habría de solventarse lo antes posible y esa exigencia es aún mayor en los dos ámbitos que aquí confluyen: el empresarial y el familiar.  Quizá en otros se puedan admitir mayores demoras, pero no en estos.  Por desgracia y pese a la mejora de los últimos años, la duración de los procedimientos judiciales en España no es tan breve como sería deseable, y ello es  especialmente notable, con honrosas excepciones, en los juzgados a los que les corresponden los litigios societarios, los de lo mercantil, muchos de ellos saturados por los procedimientos concursales que todavía colean.  Frente a los dos años (uno en los mejores casos), que puede durar la primera instancia en sede judicial, es poco habitual que un arbitraje se prolongue mucho más allá de seis meses, resolviendo además de forma definitiva, esto es, sin posibilidad de recurso, lo que ahorra también meses.

La segunda es la confidencialidad, que es norma común a tantas sociedades familiares, y que Savary incluía ya como característica esencial de un empresario en su Parfait Négociant (1675).  La difusión, el strepitus fori, sigue siendo hoy punto común de los procesos judiciales, especialmente atractivos si afectan a una familia empresarial conocida: las diferencias se airean rápidamente.  El arbitraje mantiene, sin embargo, su carácter reservado, como prueba el hecho de que salvo cuando las partes lo difunden, apenas generan noticias, y sus resoluciones no son objeto de publicación alguna.  Lo normal es que pase totalmente desapercibido, incluso dentro de la propia sociedad.

Ahora bien, si se incluye esa previsión en los estatutos, no puede hacerse sin más, recurriendo de nuevo a una cláusula-tipo.  Es imperativo disponer que el arbitraje sea de derecho y dedicar cierto tiempo a pensar cuáles serían las condiciones que habría de reunir el árbitro (formación, experiencia…) y el modo de designación, pues si se ha de acudir al auxilio judicial los plazos se alargan.  También es recomendable informarse sobre las distintas instituciones arbitrales a las que se podría encomendar su administración, pues no todas son iguales.    

Frente a esto, la principal desventaja que suele atribuirse al arbitraje es el coste excesivo, pero ese mayor coste que efectivamente supone abonar los honorarios del árbitro y, en su caso, de la institución que lo administre, se compensan por no haber instancias posteriores, y no suelen ser elevados cuando hablamos de procedimientos sin cuantía, como suelen ser los societarios. Existe además la posibilidad de conseguir una estimación del coste que pueden suponer estos procedimientos consultando los simuladores  que ofrecen las cortes de arbitraje.

Si al terminar de leer este artículo tiene que ir a comprobar si los estatutos de su sociedad tienen o no esos pactos, no se quede ahí.  Léaselos enteros y pregúntese, concluida la lectura, si esos estatutos recogen efectivamente lo que precisa su empresa