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La reforma estructural del sistema educativo

España -   | Expansión
Fernando Vives, presidente ejecutivo de Garrigues.

Hay, al menos, tres razones que exigen tomarse de una vez en serio la reforma del sistema educativo español: una tasa de desempleo juvenil inaceptable, que supera el 35%; la deficiente productividad de nuestra economía y la automatización que sustituirá en los próximos veinte años uno de cada cinco empleos que hoy conocemos y que incidirá, especialmente, en aquellos para los que se requiere menor cualificación.

Y, en contraste con estas incontestables realidades, las encuestas nos dicen que los españoles situamos la educación en el octavo lugar de nuestras preocupaciones; los partidos políticos no han acordado una sola de las siete reformas educativas de los últimos cuarenta años de democracia; las fuerzas sociales y los expertos no han sido capaces de converger en un proyecto transformador y la universidad se sigue rigiendo, en buena medida, por la ley de 1983 que sirvió entonces para el nacimiento de una universidad democrática pero que resulta totalmente inadecuada para las necesidades de hoy.

No podemos pasarnos la próxima década –como llevamos las últimas cuatro– añorando una formación profesional eficaz o paralizados ante nuestros índices de fracaso escolar. No podemos permanecer adormecidos ante la ausencia de una autonomía universitaria real, ante un sistema de gobierno de las universidades que simplemente impide la gestión, ante un sistema curricular ajeno a las exigencias básicas del mercado de trabajo. No podemos asumir como país que somos incapaces de conseguir estos objetivos, no siempre fáciles, pero en ningún modo inalcanzables.

La reforma del sistema educativo tiene que ser profunda. No nos vale un nuevo parche para intentar salir del paso. Exijamos a los partidos políticos que impulsen un acuerdo sobre sus aspectos técnicos, dejando al margen los ideológicos que la han paralizado históricamente.

Pidamos a los expertos en educación y en el mercado de trabajo que la diseñen y a los agentes interesados que participen activamente anteponiendo los intereses generales sobre los de sus respectivos colectivos. Y, finalmente, de nuevo a los políticos, que una vez diseñado el modelo, lo acuerden y le den estabilidad. En educación es muchas veces mejor no reformar que hacerlo sin consenso. Respecto de su contenido, no perdamos de vista que la misión de la educación es formar a personas, a ciudadanos, que puedan integrarse en el mercado laboral y que cuenten con la capacidad de adaptación necesaria. No abandonemos la cultura del esfuerzo ni pretendamos solucionar el fracaso escolar –que merece, sin duda, medidas activas y eficaces que lo mitiguen– bajando el listón de nuestra exigencia y reforcemos la autoridad y el prestigio de los maestros y profesores. 

En las páginas de Expansión tengo que insistir en que la clave de nuestro crecimiento económico está en la mejora de la productividad y que esta depende de nuestra capacidad para adaptar la formación a las necesidades del mercado de trabajo y para favorecer la investigación y la transmisión del conocimiento.

Pero esta reforma es inexcusable, también, por otras razones: porque si no conseguimos un sistema educativo que favorezca la integración en el mercado laboral condenaremos a generaciones enteras al desempleo; si no reeducamos ante los retos de la robotización, las abocaremos a la exclusión o, en el mejor de los casos, al subsidio y la precariedad y convertiremos a nuestros jóvenes más cualificados en emigrantes forzosos. Y este no es solo un problema macroeconómico, que lo es y muy grave, nos afecta, íntimamente, a todos y a cada uno de nosotros como personas, afecta a nuestra dignidad y a la de nuestros hijos y nuestros nietos. 

La reforma es posible. Estamos a tiempo si empezamos ya, con determinación y con la vista puesta en un futuro que vaya más allá de unas elecciones generales. La experiencia de otros países así lo acredita. Exijamos el acuerdo.