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Tus responsabilidades como miembro de un órgano de administración o alto directivo

 | Caja Siete
Leopoldo Cólogan (socio del dpto. Litigación y Arbitraje Tenerife)

Antes del Código de Comercio de 1829, España en general y las Islas Canarias en particular, carecían de una reglamentación comercial global que rigiese las relaciones mercantiles y los conflictos entre los comerciantes. A finales del siglo XVIII los comerciantes canarios a los que ahora denominaríamos empresarios, recurrían en ausencia de otra norma, a la que más autoridad moral se le reconocía: las Reales Ordenanzas del Consulado de Bilbao de 1737. Tal fue su éxito que se mantuvieron en vigor y fueron un referente de Código de Comercio en más de diecinueve países de Iberoamérica hasta bien entrado el siglo XIX. Un ejemplo de su aplicación y eficacia se comprobó al ser empleadas en el concurso de acreedores de la herencia de un comerciante canario llamado Juan Cólogan Valois, socio de la compañía londinense Cólogan, Pollard & Cooper, cuando tras su muerte en 1799, su hermano Tomás tuvo que solicitar el citado concurso y recurrir a esas ordenanzas para afrontar las reclamaciones de los acreedores.

Juan Cólogan Valois, a través de la citada compañía, había desarrollado una intensa y exitosa actividad comercial como importador de vinos canarios. Llegando incluso a firmar contratos de suministros con la Marina Británica (Board of Commissioners for the Victualling of the Navy) a la que abasteció durante más de dos décadas. También mantenía estrechas relaciones comerciales con la América inglesa, concretamente con los puertos de Newport, Nueva York y Filadelfia y muchos otros puertos de Europa.

No cabe duda de que la historia es una cosa viva, y que por tanto es imposible determinar el origen exacto de los principios que originaron las normas que nos rigen en la actualidad. Sin embargo, hay momentos concretos de la historia que nos sirven para entender el porqué de determinadas normas actuales, que nacieron por necesidades propias del sentido práctico de las cosas, elaboradas en este caso, por los propios comerciantes para regular sus relaciones y conflictos, más que por juristas, como ocurre hoy en día.

Tanto es así que, cuando se redactaron las citadas ordenanzas, existía la preocupación por parte del conjunto de comerciantes de que la mala gestión de los negocios por alguno de ellos supusiera un quebranto a otros, y por eso se exigía la llevanza de una contabilidad clara que permitiera determinar las causas de la insolvencia y restituir a los acreedores sin necesidad de esperar a la celebración de largos juicios para una actividad dinámica como la comercial.

Estas cuestiones siguen estando muy presentes hoy en día. Sirva de ejemplo la obligación legal que tienen los administradores de una empresa de solicitar la declaración de concurso dentro de los dos meses siguientes a la fecha en que se hubiera conocido o debido conocer el estado de insolvencia de una sociedad y donde uno de los factores más relevantes de los que depende la responsabilidad de los administradores son las graves irregularidades contables, la salida fraudulenta de bienes y derechos, la simulación de una situación patrimonial ficticia, y la inexactitud grave en la documentación aportada al concurso de acreedores.

Esta preocupación por la gestión del negocio ajeno se pone de manifiesto también en la obligación que tienen estos administradores de convocar, en el plazo de dos meses, la Junta General de la empresa para que adopte, en su caso, el acuerdo de disolución o el que remueva la causa de disolución, si la empresa tiene pérdidas que dejen el patrimonio neto a una cantidad inferior a la mitad del capital social, o el concurso si la sociedad fuera insolvente.

Las dos obligaciones comentadas, se enmarcan en unas obligaciones más genéricas en el marco de un gobierno corporativo actual, pero que responden a las mismas antiguas preocupaciones y principios comentados. Estos principios pretenden velar por el desarrollo de una actividad comercial libre, sin perjudicar a otros comerciantes, clientes, proveedores o socios. Por tanto, obliga a los miembros de un órgano de administración y a los altos directivos de las empresas a que, en el momento de la toma de decisiones y de las actuaciones a realizar, tengan presente el deber general de la diligencia de un ordenado empresario.

Esto tiene todo el sentido del mundo cuando recordamos la antigua preocupación por el orden y control de las cuentas para conocer la realidad numérica del propio negocio y del ajeno, exigiendo las citadas ordenanzas, libros de cuentas y hasta un copiador de cartas, que venían a ser los contratos que acompañaban a las mercancías en los barcos. Todo esto, por supuesto exigiendo que se actúe de buena fe, sin interés personal, con información suficiente y con arreglo a un procedimiento de decisión adecuado, así como el cumplimiento de la Ley y los Estatutos de la Sociedad. Y ello, requiere de una dedicación suficiente y de la adopción de medidas que permitan el control, vigilancia y conocimiento de la realidad de la sociedad para su buena dirección.

Y al hablar de obligaciones, también es importante destacar que, dentro de un nivel más vinculado con las relaciones internas de la empresa, se establece el deber de lealtad, que exige ser un fiel representante, obrando de buena fe, y en el mejor interés de la sociedad. Esto implica la obligación de desempeñar el cargo con independencia de criterio, sin estar condicionado por terceros, ni siquiera por el interés del grupo al que pertenezca (debiendo velar por el equilibrio razonable entre ambos intereses), y centrándose en el cumplimiento de los fines establecidos en el objeto social, y en las facultades concretas que le han sido concedidas. Y ello, guardando secreto de las informaciones obtenidas con motivo del cargo, aun después de cesar, y absteniéndose en caso de existir un conflicto de interés directo o indirecto, con persona vinculada, informando a la sociedad, y adoptando medidas para ello.

Llegados a este punto, y teniendo en cuenta que los que redactaron con éxito notorio las mencionadas ordenanzas eran los comerciantes más prácticos, inteligentes y de mejor concepto, según los principios y valores de la época, conviene pararse a reflexionar sobre algo que, por obvio, no debe pasarse por alto, y es que, es tan importante el qué, cumplir con los deberes comentados, como el cómo, con un verdadero compromiso ético empresarial, y que este sirva para minimizar el riesgo de cualquier incumplimiento, con unos principios y valores empresariales claramente definidos, y por supuesto el de eventuales conductas delictivas en el desarrollo de la actividad.

Tanto es así, que en la actualidad, tras la circular de Fiscalía 1/2016 y las recientes Sentencias del Tribunal Supremo (154 y 221/2016), está meridianamente claro que las empresas están obligadas a tener y a aplicar programas eficaces de prevención de delitos que intenten evitar, en lo posible, la comisión de determinados delitos por quienes integren la organización (representantes, trabajadores o dependientes) en el desarrollo de su actividad y en su beneficio, dado que, en caso contrario, responde también penalmente la propia empresa con multas o cierres.

La citada circular parte de la existencia de un código de conducta y de un programa de prevención, que establezca claramente las obligaciones de directivos y empleados, e incide en la importancia que se le debe dar en la toma de decisiones de sus dirigentes y empleados. Es decir, su implantación real.