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Tiempos modernos, huelgas antiguas

 | CincoDías.com
Federico Durán López

La vieja reconversión de la boutade de que cualquier francés es más mujer que una inglesa, en la sentencia de que cualquier conservador francés es más social que un socialista inglés, hace ya tiempo que, en muchos aspectos, nos resulta aplicable. Uno de esos aspectos, cada vez más llamativo, es el de la regulación del ejercicio del derecho de huelga, en el que la derecha política parece haber hecho suya, con plena convicción, la vieja máxima de la izquierda política y sindical italiana, aceptada y sostenida por la nuestra, aunque en su país de origen se abandonó hace bastante tiempo, de que el derecho de huelga no se toca, y de que no cabe más regulación legal de su ejercicio que la que reconozca la plena soberanía sindical sobre el mismo.

 

Este planteamiento, que entre nosotros no deja de ser una impostura, ya que ignora que existe una regulación, preconstitucional, del ejercicio del derecho de huelga, ha impedido hasta ahora dar cumplimiento al mandato constitucional, que ordena al legislador promulgar una ley al respecto y, sobre todo, ha impedido racionalizar y adaptar a la realidad económica y social el desarrollo de los conflictos laborales.

En sus orígenes históricos, en la sociedad capitalista, la huelga se manifiesta en los primeros momentos como negativa a contratar por parte de los trabajadores, que se conciertan para no aceptar las condiciones retributivas ofrecidas por los empresarios. Con la implantación del modelo de producción fabril, cuyas ventajas iniciales se presentan en términos de mayor disciplina laboral no de superioridad tecnológica (aunque el desarrollo tecnológico se moldee luego sobre la producción fabril), la huelga se reconvierte en la negativa a prestar el trabajo contratado. Negativa que se justifica por diversas causas y, en particular, por la discrepancia en la negociación, ya colectiva, del precio del trabajo.

Esta expresión del conflicto industrial, inevitable e irreprimible, primero se persigue por el derecho (considerando la concertación de los trabajadores como maquinación para alterar el precio de las cosas) en el terreno penal, después se tolera, sin represión penal pero con la consideración de la negativa a trabajar como incumplimiento contractual sancionable por el empresario, y finalmente se protege, consagrando un verdadero derecho de huelga que hace que, en las condiciones legales establecidas, la negativa de los trabajadores a desarrollar su prestación laboral no pueda considerarse un incumplimiento contractual sancionable.

El reconocimiento de un derecho implica, necesariamente, el establecimiento de condiciones y la fijación de límites para su ejercicio. Y el debate, históricamente, ha girado en torno a eso. Fundamentalmente en torno a si el derecho de huelga debía ser, exclusivamente, instrumental a los procesos de negociación colectiva, para permitir reequilibrar las fuerzas en los mismos, y en torno a si, al recurrir a la huelga, debía respetarse la equivalencia o proporcionalidad de los sacrificios o si, por el contrario, la lógica de la huelga implicaba la legitimidad de buscar causar el mayor daño posible con el menos costo posible para los huelguistas.

Hoy día todos estos debates forman parte del pasado. Gran parte de la clase política y sindical sigue anclada en los modelos de los años 60, pero la economía ha cambiado sustancialmente y la sociedad también. La virtualidad de la huelga como instrumento de conflicto, en el sector privado de la economía, y en particular en la industria, ha desaparecido en gran parte. Las nuevas realidades económicas y productivas han modificado drásticamente la relación de fuerzas en las relaciones laborales. Las empresas pasan a tener una posición claramente prevalente en el medio y largo plazo, pero son mucho más vulnerables en el corto plazo. Por eso la presión sindical tiene garantizado el triunfo en las batallas pero la derrota en la guerra. Y por eso las relaciones laborales son hoy mucho más complejas de gestionar, tanto desde el punto de vista empresarial como sindical. La mayoría de las huelgas en el sector privado de la economía son hoy puramente defensivas y relacionadas con problemas del empleo y del mantenimiento de los puestos de trabajo.

¿Dónde siguen manifestándose en todo su esplendor las huelgas? En los sectores públicos o protegidos de la competencia. Y, sobre todo, en aquellas actividades en las que la presión se ejerce más que sobre la empresa sobre los ciudadanos. Estas son las huelgas que precisan de una regulación inmediata, que aclare, antes que nada, en qué consiste el derecho de huelga y cuál es el ámbito de protección que el derecho deba brindar al mismo.

La confusión más lacerante es la que se viene produciendo en el sentido de considerar que cuando el derecho de huelga se ejerce en el ámbito de la prestación de servicios públicos, dicho ejercicio debe comportar que el servicio no se preste (o se preste solamente en función de los mínimos establecidos). Y los poderes públicos, lamentablemente, parecen asumir esa tesis. Sin embargo, eso no es así. La huelga es, y solo debe ser, una presión sobre la empresa, que se manifiesta por la pérdida económica que sufre la misma como consecuencia de la paralización de su actividad (y que tiene, como contrapartida, la pérdida salarial de los huelguistas). No existe ningún derecho a que un servicio no se preste por el hecho de que los trabajadores que habitualmente lo prestan estén en huelga. El servicio podría ser legítimamente prestado por la propia administración responsable del mismo o por otras empresas contratadas al efecto. Lógicamente, con la consiguiente pérdida económica para la empresa que sufre la huelga. Dicho en otros términos, en una huelga de recogida de basuras, el derecho de huelga implica la producción de un perjuicio económico para la empresa concesionaria, pero no que el servicio deje de prestarse y se pueda llegar a situaciones como las vividas recientemente en Jerez, al límite de la emergencia sanitaria.

La Ley debe regular todas estas cuestiones. Y debe introducir racionalidad en situaciones en las que la anomia está teniendo costos elevados, institucionales y económicos.