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Responsabilidad personal en el concurso de acreedores

 | Diario de Navarra
Juan de la Fuente Gutiérrez

Una de las cuestiones que más preocupa al empresario en momentos en que su negocio atraviesa por dificultades es el llegar a verse afectado personalmente por dicho motivo, llegando incluso a tener que asumir personalmente las deudas de la sociedad. El análisis de su actuación, cuando finalmente la empresa se ve avocada al concurso de acreedores, se realiza en la denominada sección de calificación, en la que se determinará si el empresario debe ser sancionado, si debe indemnizar a la sociedad, o incluso si ha de paliar en todo o en parte las pérdidas económicas sufridas por los acreedores.

 

Esta pieza o sección de calificación se abre en los casos de quiebra definitiva del negocio –denominada liquidación concursal- o cuando el convenio alcanzado con los acreedores es especialmente oneroso para estos, entendiéndose que ello es así cuando la reducción de la deuda acordada -denominada “quita”- es de un tercio o mayor, o cuando la prórroga pactada para el pago -denominada “espera”- es de tres años o superior. Dado que más del 90% de los concursos de acreedores acaban en liquidación, ya sea por solicitarse así desde un principio, o por incumplirse más tarde el acuerdo alcanzado con los acreedores, se puede decir que en la inmensa mayoría de los casos se abre esta pieza destinada a examinar la gestión en la empresa concursada.

La valoración que se realiza en la pieza de calificación puede conducir a la consideración del concurso como culpable o como fortuito. Enjuiciar las decisiones empresariales de compañías en crisis es difícil, puesto que las mismas en muchas ocasiones pretendían honestamente mejorar o potenciar el negocio, aunque quizás poniendo en excesivo riesgo los derechos de cobro de los acreedores. Y de hecho la ley, consciente de estas dificultades, prevé la sanción sólo para los casos más graves.

No obstante conviene tener presente los distintos supuestos determinantes de la culpabilidad, los cuales son algo heterogéneos, y muchos de ellos se refieren a cuestiones formales que pueden pasar en principio desapercibidas pero que, a la postre, traen muchas veces consigo una sentencia de culpabilidad. Las estadísticas no reflejan los motivos concretos de la culpabilidad cuando ésta se produce, pero sí sabemos que en los años 2009-2011 entre un 15% y un 20% de las piezas de calificación acabaron con una sentencia condenatoria, es decir, de culpabilidad.

Además del principio general que sanciona al que intencionadamente o con grave negligencia genera o agrava la insolvencia de la empresa, el concurso será culpable, por ejemplo, cuando haya existido una muy irregular llevanza de la contabilidad, no se aporte debidamente al Juzgado la documentación propia de la solicitud del concurso, se haya simulado una situación patrimonial ficticia, o haya existido alzamiento de bienes. Por otro lado, la no formulación o depósito de las cuentas anuales en los tres ejercicios anteriores a la declaración del concurso, la falta de colaboración con el juez del concurso y con la administración concursal, y el retraso en la solicitud del concurso, superado el plazo legal desde que se conoció la insolvencia, son elementos que hacen presumir la culpabilidad, si bien admiten prueba en contrario.

Es importante destacar que, a diferencia de lo que muchas veces se piensa, para que haya culpabilidad no resulta necesario que se haya producido un daño específico al negocio. Basta el comportamiento inadecuado antes o durante el procedimiento concursal.

Si el concurso es fortuito los acreedores no tienen nada que decir. No cobrar una deuda forma parte del riesgo normal del día a día. Sin embargo, si el concurso no es considerado fortuito, sino culpable, el empresario se puede enfrentar a consecuencias negativas importantes, de carácter personal y patrimonial. De tipo personal es su inhabilitación por plazo de entre 2 y 15 años para administrar bienes ajenos. De naturaleza económica es la pérdida de sus posibles derechos como acreedor contra la sociedad concursada, o su deber de indemnizar los daños y perjuicios causados a la misma. Y especialmente relevante es, en los casos de liquidación final de la empresa, su posible condena a cubrir el denominado déficit concursal, es decir, a pagar a los acreedores todo o parte de lo que les sea debido y no pueda ser atendido por la compañía.

La última reforma concursal, de la que acaba de cumplirse un año, extendió además estas responsabilidades y consecuencias a los denominados “apoderados generales”, que vienen a ser los directores generales, esto es, aquellos directivos que ejercen poderes generales de representación, dirigiendo la empresa con autonomía, aunque no formen parte del órgano de administración.

Vista la regulación actual de la materia, no cabe duda de que en momentos de incertidumbre debe extremarse la prudencia en la gestión, de manera que la misma no sea considerada en el futuro como determinante de la generación o agravación de la insolvencia. Porque, al margen de los casos más graves y dolosos de vaciamiento intencionado del patrimonio de la sociedad, en la sección de calificación se enjuiciará también la indebida continuación de la actividad que haya podido conducir a un sobreendeudamiento o a una falta de liquidez, o la falta de adopción de medidas de saneamiento al no reconocerse tempranamente la situación de crisis empresarial. Y ello sin olvidar la posible culpabilidad por incumplimiento de obligaciones formales relacionados con la contabilidad, el depósito de cuentas, o el retraso desde el conocimiento de la insolvencia en la presentación de la solicitud del concurso de acreedores.