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Por la libertad de contratación laboral

 | Expansión
Federico Durán López

Ni los indicios de recuperación económica (o, más modestamente, de salida de la recesión) ni los balances de la aplicación de la reforma laboral, con sus aspectos positivos innegables, pueden ocultar la permanencia de los problemas del empleo. Seguimos en tasas de desempleo insostenibles, tanto desde el punto de vista económico como social, y las perspectivas de mejora no son nada halagüeñas. La destrucción de empleo se ha ralentizado, pero la contratación laboral no termina de despuntar.

 

En esta tesitura, se vuelve a hablar de revisar las modalidades de contratación laboral. La recurrente discusión acerca del contrato único, que luego no resulta tan único porque se hace la salvedad de determinados tipos de contratos que han de convivir con él, parece que va a dar paso a una reformulación de la tipología de los contratos laborales. Y en ello podemos volver a enredarnos en debates estériles y en reformas condenadas de antemano al fracaso.

El origen del embrollo no es otro que la preferencia legal por el contrato de duración indefinida. Preferencia que es relativamente reciente y que probablemente es la que hay que poner en cuestión. En efecto, frente a quienes piensan que el contrato indefinido ha sido, siempre, el tipo contractual dominante, debemos recordar que, durante mucho tiempo, a pesar de que la regulación laboral iba avanzado, haciéndose más compleja y consagrando cada vez mayor rigidez en las relaciones laborales, se mantuvo la libertad de las partes a la hora de determinar las características del vínculo a concertar. De la inicial regulación del Código Civil, que proclama que el arrendamiento de servicios hecho por toda la vida es nulo, y que mira con desconfianza la figura del contrato indefinido, “demasiado parecido” al contrato por toda la vida, garantizando siempre la libertad de resolución del vínculo contractual, pasamos a una regulación que confía a la voluntad de las partes la duración indefinida o limitada de su vínculo contractual.

Incluso la Ley de Contrato de Trabajo de la II República, a pesar de que asume las herencias corporativas de nuestro inicial Derecho del Trabajo (todavía vivas), garantiza esa libertad contractual. Fueron las Reglamentaciones y Ordenanzas del franquismo las que consagraron la preferencia por el contrato de duración indefinida, y predispusieron en torno al mismo un aparato protector cada vez más rígido. Con rango legal, dicha preferencia solo aparece con la Ley de Relaciones Laborales, de 1976, norma típica de la transición, cuya intención fue dejar sentada la conciencia social del franquismo. Y de ahí, al Estatuto de los Trabajadores y a la normativa postconstitucional.

La rigidez del ordenamiento laboral ha venido, desde los años setenta, siendo revisada, y en todos los países hemos asistido a una evolución flexibilizadora, más o menos intensa. Sin embargo, entre nosotros, el principio de la preferencia absoluta por el contrato de duración indefinida no ha sido puesto en cuestión.

Y eso es, precisamente, lo que tenemos que hacer. En vez de enredarnos en la discusión sobre las modalidades contractuales, fuente inagotable de frustraciones y de litigios, restablezcamos la libertad contractual y dejemos a las partes del contrato la configuración del vínculo contractual que van a establecer. Que la duración y las características del contrato sean libremente determinadas por las partes y que las Empresas de Trabajo Temporal vean liberalizada su actividad. Y que la libertad de resolución del vínculo contractual quede en todo caso garantizada. Si se quieren incentivar los vínculos indefinidos, hágase por la vía de los estímulos (asociados a la formación, por ejemplo, o a las cotizaciones sociales) y no de las prohibiciones. Y fíjese, simplemente, una compensación económica de terminación del contrato, a partir de cierta duración del mismo (salvo en caso de extinción justificada por el incumplimiento contractual del trabajador).

Ello exigiría reforzar la tutela antidiscriminatoria (con procedimientos y sanciones adecuados) y reorientar la labor de la Inspección de Trabajo. Pero facilitaría la creación de puestos de trabajo y limitaría la duración de las situaciones de desempleo. Y si para ello es preciso denunciar el Convenio 154 de la OIT, denúnciese. La hora del papanatismo de recién llegados a la democracia (que nos exigía ser los máximos suscriptores de convenios de la OIT y que provocaba temor reverencial a los organismos internacionales), ya pasó (espero).