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Los concesionarios de obras públicas y la crisis económica

 | El Mundo
Pedro Mª García Capdepón

Los contratos de concesión son contratos de obras en los que el contratista construye y financia unas infraestructuras y obtiene a cambio el derecho a explotarlas junto a un precio que, eventualmente, le paga la Administración. A diferencia de los contratos de colaboración público-privada, el de concesión es un contrato antiguo, heredero de los pontazgos de la Edad Media y con mucho desarrollo en España, hasta el punto que las cuatro principales concesionarias del Mundo son españolas.

 

La concesión ofrece ventajas derivadas de la mayor participación de empresarios con "savoir faire" en la materia. Permite obtener el máximo aprovechamiento de las instalaciones; controlar mejor los gastos de construcción y mantenimiento; distribuir los costes en períodos más largos... pero su principal virtud es permitir a la Administración adelantar la ejecución de estas obras, que generalmente no podrían financiarse con el magro presupuesto público, al aplicar peajes o cánones muy sustanciales a los usuarios, directa o indirectamente. No podemos olvidar, sin embargo, que los inconvenientes también son importantes. Se trata de contratos complejos, que generalmente necesitan la alianza de diversos empresarios y presentan muchas incertidumbres, derivadas de su dilatado plazo de duración. El coste suele ser algo más elevado pero debería verse compensado con los ahorros de una mejor gestión empresarial.

La principal característica de estos contratos, que inspira la regulación española y europea, es que su explotación se realiza a riesgo y ventura del contratista, es decir, que el resultado empresarial queda a la suerte, buena o mala, del empresario. Pero este principio no es absoluto sino que se contrapone a otro que también resulta aplicable: el derecho del concesionario al reequilibrio económico-financiero de la concesión. Ambos principios tienen una justificación evidente: el primero por la propia lógica de la intervención empresarial; el segundo por la continuidad del servicio público. El funcionamiento conjunto de ambos principios hace que, en determinados casos, el empresario pueda exigir que la Administración adopte medidas para restablecer el equilibrio fijado por las partes al firmar el contrato. De otra manera un contrato de tan larga duración podría acabar convertido en un contrato puramente aleatorio, dependiente de la suerte por completo y eso desnaturalizaría la esencia de estos contratos que son conmutativos, es decir, que cada parte entrega y recibe una prestación que debe ser, en principio, equivalente.

Pensar que los derechos y obligaciones de los contratantes se rigen por uno solo de ambos principios contrarios es equivocado; creer que las infraestructuras serían gratis para el erario público, por mal que fuese la explotación, es una quimera. De ser así, no habría licitadores a esos contratos.

La crisis ha provocado la contracción de la demanda y de los ingresos que debían servir para atender los gastos de explotación, la financiación y para que el contratista percibiese su beneficio. Ante el desbarajuste en sus cuentas, los empresarios han solicitado a la Administración que les compense parte de las pérdidas y la respuesta ha sido desigual. Muchas Administraciones, asfixiadas por la merma de ingresos que también están padeciendo, han sucumbido a la tentación de negar el reequilibrio, incluso cuando el contratista tenía razón.

Pues bien, en tales situaciones, ante la negativa de la Administración, el empresario puede acudir a los Tribunales, que tardarán un par de años en resolver. Mientras, la postura tradicional era seguir con la ejecución del contrato deficitario, aportando fondos para evitar el concurso de la sociedad concesionaria. Pero es una vía muy lenta y costosa para el justiciable.

No parece que éste sea un escenario halagüeño para el contratista y muchas veces resulta impracticable. Por eso, muchos concesionarios prefieren rescindir sus contratos, recuperar la inversión pendiente de amortizar y poner sus esfuerzos en otros negocios o en otros sitios. Desde el punto de vista legal, la reforma de 2003, del Ministro Alvarez Cascos, incluyó como causa de resolución de estos contratos la “renuncia unilateral” del contratista en compensación a los poderes exorbitantes de la Administración sobre la ejecución del contrato. Cierto es que no se aplica a todas las concesiones y que no es un camino de rosas para el empresario pero, con todo, es una fórmula para no perder, al menos, la parte que adeudan a los bancos por la construcción de la infraestructura.

Las consecuencias de la resolución unilateral del contrato son varias. Cabe la incautación de la fianza prestada, la prohibición de contratar con la Administración concedente y, sobre todo, la liquidación del contrato con el pago total por la Administración del importe pendiente de amortizar de la infraestructura.

Así, por la decisión de las partes, esos contratos de concesión, cuyo mérito fundamental es poder ejecutar infraestructuras con cargo a los usuarios según el uso de la infraestructura, pueden acabar convertidos en una obligación enteramente presupuestaria por el importe de la inversión pendiente de amortizar y exigible de una sola vez. Este fracaso para Administración y empresario resultará inevitable en ocasiones pero en otras es fruto del empecinamiento de unos u otros. Conviene que las dos partes del contrato sepan ver adónde les pueden llevar sus decisiones previas… y no creer en cuentos de hadas.