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Estrategias de litigación internacional: el caso del torpedo italiano

 | Economía 3
Pedro Tent

El aletargamiento de nuestro mercado interno – fruto de las consecuencias expansivas del crac global que se desató con la caída del banco más que centenario Lehman Brothers – está dando lugar a una de las mayores crisis financieras y económicas que atraviesa España. De hecho, en la actualidad, es esencialmente nuestra capacidad exportadora la que salva las cifras macroeconómicas de un país que con muchas dificultades (y a costa de muchas cosas) trata de recuperar el vigor económico que un día tuvo.

 

En efecto, un volumen muy importante de la deuda que lastra la economía española en el período 2008 – 2012 procede del exterior. Obviamente la solución al problema pasa por el reequilibrio de la balanza de pagos, generando superávit en la misma (logrando que los volúmenes de exportación superen a los de importación y probando con ello que el país se halla en condiciones de restituir lo debido a terceros Estados). Y lo cierto es que ese descuadre va corrigiéndose, hasta el punto de que viene reduciéndose en cifras que lo aproximan paulatinamente al 3% del PIB nacional (Banco de España, 2012). Según datos proporcionados por el ICEX, además, comprobamos que los primeros ocho Estados de destino de la exportación española son miembros de la Unión Europea.

¿Qué significa esto? Esencialmente que el espacio económico que conforma la Unión (con sus goznes esenciales de Libre Circulación de Personas, Capitales y Bienes/Servicios), ofrece a nuestra pequeña y mediana empresa nuevas opciones que simplemente sería imperdonable ignorar hoy. Hablamos, por supuesto, de procesos de internacionalización empresarial, exportación y en suma, comercio internacional. Dimensiones de las que tan solo el prejuicio más localista e ignorante pretende excluir a la pequeña y mediana empresa, sugiriendo que los mercados más allá de las fronteras del Reino, son para los gigantes del mundo empresarial. Nada más lejos de la realidad.

Ahora bien, lo anterior comporta otra verdad no menos diáfana: cuando el empresario se adentra en el complejo escenario de las relaciones comerciales internacionales, debe emprender esa singladura pertrechado de los medios básicos que le permitan orientarse y, sobre todo, defenderse (no debe haber peor pecado que la ingenuidad en el mundo de las transacciones comerciales…). Eso significa que debe ser consciente de sus derechos y obligaciones, teniendo en cuenta que muchos de los negocios que emprenda quedarán sujetos a Tribunales o Leyes extranjeras con los que no estará familiarizado ni cuya mecánica podrá, por tanto, intuir fácilmente.

Según hemos podido comprobar antes, un muy relevante volumen de nuestra actividad económica internacional se proyecta dentro del marco de las fronteras europeas. Eso significa, en primer lugar, que de forma generalizada, casi cualquier decisión mercantil que podamos adoptar, deberá someterse al tamiz de las normas aprobadas por las instituciones comunitarias. En esta ocasión, me gustaría referirme en particular a la que constituye el pilar de la legislación procesal europea: el Reglamento Bruselas I (recientemente modificado). Se trata de la norma que se encarga de fijar los criterios que determinan la jurisdicción y competencia de los Tribunales en materia civil y mercantil así como las fórmulas para la ejecución y reconocimiento de resoluciones judiciales extranjeras.

Imaginen el siguiente caso: un empresario italiano y otro castellonense dedicado al sector cerámico suscriben en la ciudad italiana de Pisa un contrato de compraventa de determinadas piezas a elaborar en una factoría de Castellón y a entregar en la referida ciudad, a cambio de un precio muy competitivo. Ambas partes convienen en que, caso de existir conflicto entre ellos en la ejecución de ese contrato, los Tribunales competentes para resolverlo serán los de la ciudad de Castellón.

Ese pacto relativo al Tribunal competente, se adopta de conformidad con los parámetros estipulados en el Reglamento Bruselas I y, por tanto, confiere jurisdicción exclusiva a los Tribunales españoles (de Castellón). No obstante, tras la entrega de las piezas en Pisa y hallándose estas en perfecto estado, ajustadas a las condiciones que ambas partes convinieron, el empresario italiano, sin embargo, no disponiendo de liquidez en absoluto, decide interponer una demanda puramente especulativa ante los Tribunales de Pisa solicitando que se declare lo siguiente: que el contrato quedó resuelto por mutuo acuerdo entre las partes, que las piezas no eran de la calidad acordada y que determinados gastos deben ser pagados por el empresario español.

Ante la sorpresa que le produce a este último tener conocimiento de esta decisión procesal del comprador italiano, el empresario castellonense comparece ante el Tribunal de Pisa, informa al mismo de que carece de jurisdicción debido al pacto alcanzado al respecto por las partes e interpone demanda ante los Tribunales de Castellón contra el empresario italiano exigiendo el pago del precio de la cerámica vendida.

Y justo aquí aparece un dato importante: dadas las características del proceso italiano y la absoluta saturación de sus órganos jurisdiccionales, es posible que la mera decisión que debe tomar el juez italiano relativa a si ese Tribunal tiene o no jurisdicción para pronunciarse sobre el caso (que es algo muy distinto a decidir quién tiene o no tiene razón sobre el fondo) puede llegar a demorarse… años!! Y entonces llega el segundo y definitivo jarro de agua fría para nuestro vecino castellonense: el artículo 27.1 del Reglamento Bruselas I en su versión actualmente aplicable, dispone expresamente que “Cuando se formularen demandas con el mismo objeto y la misma causa entre las mismas partes ante Tribunales de Estados miembros distintos, el Tribunal ante el que se formulare la segunda demanda suspenderá de oficio el procedimiento en tanto no se declarare competente el Tribunal ante el que se interpuso la primera”.

Es decir, a pesar de que el empresario de Castellón tiene toda la razón del mundo al negar la jurisdicción del Tribunal de Pisa, a pesar de que tiene todo el derecho del mundo a que se le pague el precio del producto que vendió y a pesar de que sin duda el Tribunal de Pisa acabará inhibiéndose a favor de los de Castellón, la cruda realidad es que nuestro desgraciado amigo no podrá ni siquiera iniciar un proceso en reclamación de su derecho hasta que el Juez de Pisa (después de que el expediente duerma por varios años el sueño de los justos) diga simplemente… que no tiene nada que decir…

Esta situación sumamente injusta, bendecida (por imperativo legal) por el Tribunal de Justicia de la Unión en el caso C-116/02, Erich Gasser GmbH v Misat Srl (caso Gasser) y a la que parcialmente trata de dar solución la reforma ya aprobada del Reglamento Bruselas I, ilustra lo que los litigadores internacionales conocen como la táctica del “torpedo italiano”, a través de la cual una parte, conocedora de su sino perdedor, recurre a técnicas dilatorias fabricando un proceso “hueco” con la finalidad de demorar al máximo el cumplimiento de sus obligaciones, prevaliéndose de su conocimiento sobre la mecánica de las jurisdicciones nacionales y el Derecho comunitario.

Moraleja: El empresario no puede afrontar el desafío urgente de la internacionalización sin una sólida base jurídica y por tanto, no debe dejar de exigir a los profesionales que le asistan en un campo tan decisivo como ese, que cuenten con la mayor formación técnica en materia jurídico-internacional.

En el mundo globalizado de hoy, la anterior es una verdad absoluta cuyo desconocimiento puede comportar la ruina de muchos. Es posible que la tabla de salvación de la economía española sea el sector exterior. Pero esa tabla no flotará si la robustez de su madera no es capaz de soportar las aguas procelosas de un mar – el internacional – que hasta ahora nos había resultado lejano e innecesario.