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El consejero florero

 | Economía3.com
Ernesto Rey Cardós (socio del dpto. Mercantil Valencia)

La última reforma de la Ley de Sociedades de Capital incorporó un novedoso artículo (el 226) que lleva por título Protección de la discrecionalidad empresarial del que no existía precedente legislativo en el ordenamiento español.

La novedad del artículo 226 consiste en establecer los parámetros con arreglo a los cuales la actuación de un administrador no debería resultar atacable por parte de terceros que se consideren perjudicados por dicha actuación. Dicho de otro modo, es el margen de seguridad del gestor para saber que aunque su gestión genere un daño a terceros o no genere el resultado satisfactorio y productivo que todo accionista desea, no por ello es responsable personalmente.

Cuando se leen los comentarios que la doctrina se ha apresurado a publicar es casi unánime la alabanza a la traslación al ordenamiento español de una doctrina proveniente de Estados Unidos denominada business judgement rule sin la cual parecía que el régimen jurídico del consejero estaba incompleto.

No obstante existían ya precedentes jurisprudenciales en España de aplicación de esta doctrina y que, en definitiva, reconocen que las decisiones de los consejeros pueden no ser acertadas sin que ello conlleve una responsabilidad personal patrimonial, si no concurre negligencia, en la medida en que la actuación del órgano de gestión es una actuación de medios y no de resultados. Desde la profunda reforma de las normas societarias españolas iniciada en 1990 uno de los caminos en los que, al menos teóricamente, más se ha recorrido, ha sido el de la mayor y mejor determinación de los supuestos de responsabilidad de los administradores.

No obstante esta mayor concreción de los supuestos de responsabilidad del administrador (incluso con supuestos de responsabilidad objetiva) no debería atenazar al administrador que pretende, y debe, arriesgar en su estrategia empresarial para aportar a sus socios un beneficio mayor que el que obtendrían por su inversión en otros mercados de capitales más seguros.

Y en rescate de este administrador sale el nuevo artículo 226 para decirnos que este no será responsable cuando actúe de buena fe, sin interés personal en el asunto, con información suficiente y con arreglo a un procedimiento de decisión adecuado.

Es conveniente detenerse en indagar el significado de los dos últimos requisitos. ¿Qué significado están dando los tribunales a con información suficiente? Así dicho, parece obvio que incluso antes de la reforma, un administrador debería dotarse de información para poder tomar decisiones al frente de la sociedad. Parece que forma parte de su deber de diligencia. Siendo así, la pregunta sería ¿es responsable el administrador si contando con información suficiente su decisión no es la correcta y causa un perjuicio a la sociedad o a terceros? Y cuando una rápida respuesta podría llevarnos a decir que sí, los tribunales se inclinan por el no.

Y ello porque, según se nos dice, la diligencia exigible del administrador para evitar incurrir en responsabilidad personal no es la de acertar en sus decisiones (¡parece que eso es mucho pedir!), si no dotarse de información al respecto. Se presupone, por tanto que el administrador que dispone de información suficiente sabrá acertar en sus decisiones, pero si no lo hace le podremos calificar como un mal gestor, pero no por ello exigirle responsabilidades personales aunque su decisión haya ocasionado un daño fácilmente cuantificable.

De tal modo que la “nueva” obligación del administrador consistirá en dotarse de información suficiente. Esto le permitirá esquivar reclamaciones de terceros (socios u otros) aun cuando su decisión se aleje de lo que parezca apuntar dicha información, ya que su decisión forma parte de su margen de actuación y de su permiso a errar.

Y es que por otra parte, el último requisito, con arreglo a un procedimiento de decisión adecuado, no parece que lleve a solucionar esta situación. A mi juicio, este requisito debería sanar lo indicando en el párrafo anterior. Es decir, no solamente el consejero debe proveerse de información suficiente, si no que con esta información debe seguirse un proceso que permita adoptar la decisión que corresponda, la cual no necesariamente debe ser, si es el caso, la que indique o recomiende la información suficiente. Precisamente este procedimiento de toma de decisiones debería reflejar el por qué el consejero se aparta de dicha información.

No obstante, desde este punto de vista la regla del juicio empresarial fija su atención no tanto en el contenido como en la forma, en el procedimiento, bastando que el consejero pueda acreditar, al margen de la buena fe y la ausencia de conflicto de interés, haberse proveído de información suficiente sobre el asunto en cuestión.

En conclusión, el nuevo escenario de responsabilidad del administrador de la sociedad de capital a mi juicio vacía y desnaturaliza su alcance. No resulta difícil evitar las consecuencias de una decisión de gestión dotándose de información técnica al respecto. De tal modo que el administrador pasa a ser un gestor de información tomando el protagonismo aquéllos quienes proveen de dicha información al administrador y también, probablemente de responsabilidad que, entiendo, debería corresponder al gestor societario.

Siendo así, con arreglo a esta opinión jurisprudencial la actuación del consejero con arreglo a las instrucciones o recomendaciones del asesor, consultor, perito, etc. le eximirá de responsabilidad personal dejando vacío de contenido el margen de actuación que debe corresponder a su saber hacer como gestor, convirtiéndolo en un consejero florero.