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Constitución y reforma laboral

 | Cinco Días

La reforma laboral ha dado lugar, como no podía ser menos, a un encendido debate en el que las opiniones académicas y las de los protagonistas de las relaciones laborales han marcado la pauta, pero en el que no han faltado posicionamientos judiciales (pero ¿los jueces no hablaban solo a través de sus sentencias?) ni de cuerpos administrativos con competencias en la materia (pero ¿los funcionarios no han de limitarse al cumplimiento de la ley, sirviendo con objetividad los intereses públicos expresados en la misma?), que tratan de influir tanto en el desarrollo del debate parlamentario sobre el proyecto de ley como en la posterior aplicación de las previsiones normativas.
Hasta aquí nada que llame la atención, a salvo de los interrogantes apuntados. Lo que quiero poner ahora bajo el foco es la apropiación que de la Constitución se lleva a cabo por parte de algunos de los participantes en estos debates.

 

Creo que este es un planteamiento peligroso, inmaduro y, paradójicamente, poco respetuoso de la Constitución. La nuestra, como la generalidad de las Constituciones democráticas, no consagra un preciso modelo de relaciones laborales que solo resulte compatible con una determinada política económica y social. Si así fuera, se trataría de una Constitución inservible y habría que modificarla urgentemente. Todas las Constituciones deben soportar bien las que se han llamado terapias ortopédicas y todas deben ser susceptibles de acoger planteamientos políticos diferenciados, y permitir, bajo su mandato, políticas económicas y sociales diversas. Existen limites insoslayables (en lo social, el papel de sindicatos y asociaciones empresariales, la libertad sindical, el derecho de huelga y el de negociación colectiva, la libertad de empresa en el seno de la economía de mercado), pero el terreno de juego, dentro de los mismos, debe ser lo suficientemente amplio como para permitir el libre juego de las opciones políticas y planteamientos legislativos acordes con las mismas.

Elaborar un modelo de relaciones laborales y sociales, interpretar la Constitución a la luz de dicho modelo y descalificar a raíz de ello cualquier otro alternativo no equivale a decir que el mejor destino de las urnas es ser rotas, pero le falta poco. Debemos dejar la Constitución para marcar los límites del terreno de juego, comúnmente aceptados, y no hacer de ella, previa apropiación indebida de sus mandatos, un arma para el debate político y social con la que impedir opciones legítimas y respetuosas de los límites constitucionales.

Fijémonos en la formidable maniobra de superchería que se trata de vender en torno a dos puntos concretos: el derecho al trabajo y el derecho a la negociación colectiva. El derecho al trabajo forma parte de los derechos y deberes de los ciudadanos (no es por tanto un derecho de los trabajadores en cuanto tales) y se incluye en un artículo cuya primera parte proclama el deber de trabajar. Extraer de la escueta proclamación constitucional consecuencias interpretativas, concretas y precisas, en relación con el régimen jurídico del despido, equivaldría a considerar que el deber de trabajar impone la retirada de las prestaciones por desempleo a quienes rechacen una sola oferta de trabajo, o justifica la imposición de prestaciones personales a cualesquiera ciudadanos. También la Constitución proclama el derecho de todos los españoles a disfrutar de una vivienda digna y adecuada, y a nadie se le ocurre pensar (espero) que eso faculta a un ciudadano que carezca de vivienda a exigir a otro, propietario de varias, que le ceda una. Como tampoco un ciudadano sin trabajo puede exigir de otro que le facilite un puesto de trabajo. Los derechos constitucionales de los ciudadanos son ejercitables frente a los poderes públicos, y deben servir de guía para valorar las políticas en relación con las materias correspondientes, pero no pueden inspirar concretas regulaciones de las relaciones contractuales entre particulares. No debemos manosear la Constitución ni usar su nombre en vano para blindar las propias posiciones y negar legitimidad a las contrarias. Y hemos de terminar de una vez con el papanatismo, propio de recién llegados a la democracia, de los convenios internacionales (muchos de ellos suscritos por pocos Estados y respetados por menos) y de su interpretación fundamentalista.

Y lo mismo, corregido y aumentado, sucede con la negociación colectiva. La Constitución se limita a proclamar que la ley garantizará el derecho a la negociación colectiva laboral así como la fuerza vinculante de los convenios. Dicho precepto no contiene ningún régimen jurídico de la negociación colectiva, cuya determinación corresponde al legislador. Y este no tiene más condicionamiento que el de garantizar que exista negociación colectiva, esto es la posibilidad de contratación colectiva y no meramente individual de las condiciones de trabajo, así como la fuerza vinculante de los convenios, lo que no implica otra cosa que la supremacía del contrato colectivo sobre los individuales existentes en su ámbito de aplicación. Ni la Constitución dice que el convenio tenga que tener la consideración de norma jurídica, violentando su naturaleza contractual, ni eficacia general más allá de los sujetos representados por los negociadores, ni, mucho menos, que tenga que seguir siendo de aplicación una vez terminada su vigencia. Resulta curioso, por lo demás, cómo un modelo corporativo de convenio (una de esas venganzas póstumas de los regímenes fascistas) trata de encajarse como contenido exigido por el texto constitucional. Dejemos a la Constitución tranquila, que marca un espacio de convivencia que nos ha costado mucho conseguir, y discutamos las opciones de política legislativa abiertamente y con plena libertad, sin buscar trampas dialécticas ni descalificaciones de opciones políticas discrepantes.